Alejandra
Descripción de la publicación.
ARTE Y CULTURA
Carlos Victoria Cruz
Estábamos en la sala de espera del hospital, y la noche parecía estancada, como si el tiempo se hubiera detenido, era casi medianoche y el silencio apenas era interrumpido por el murmullo lejano de las enfermeras en sus rondas y el zumbido constante de las máquinas en los pasillos. Todos estábamos en pijamas, con las miradas vacías y los hombros caídos, caminando de un lado a otro, cada paso cargado de nerviosismo y ansiedad. Mamá estaba sentada en la esquina, apretando las manos con fuerza para contener las lágrimas; su rostro se veía pálido, la miraba de reojo, pero ella evitaba mis ojos, concentrada en su propio dolor silencioso, mientras su mirada vagaba perdida por la sala.
Yo apenas y con esfuerzo podía entender lo que había pasado; todo había ocurrido en un instante: Alejandra estaba jugando en la sala de la casa, cuando de repente, sus pequeñas manos temblaron, y luego simplemente se desplomó. Un instante después, el caos se apoderó de nosotros. Papá la levantó en sus brazos y mamá apenas alcanzó a tomar las llaves antes de que saliéramos hacia el hospital. Todavía tenía en la mente la imagen de Alejandra inconsciente, su rostro pálido y sin expresión, mientras la cargaban en la camilla, mi corazón palpitaba con tanta fuerza que sentía que iba a explotar, pero al mismo tiempo, una especie de entumecimiento se apoderó de mí, como si no pudiera reaccionar de verdad.
Leucemia mieloblástica aguda, ese fue el diagnóstico que nos dio la doctora; yo no entendí salvo por la primera palabra; quizá todos estábamos en la misma situación y entonces la doctora compuso: "Cáncer en la sangre", añadió que llegamos en el momento crítico, de esperar siquiera dos semanas, Ale ya no estaría con nosotros.
Los primeros meses fueron sin duda los más difíciles y confusos, aquella noche que ingresó al hospital se convirtieron en dos meses en los que estuvo internada; cuando volvió a casa no podía reconocer a mi propia hermana, no tenía ni un cabello en la cabeza, estaba aún más delgada y completamente pálida... Alejandra seguía viva, pero no parecía.
Ella nunca fue una niña muy conversadora; siempre había sido reservada, prefiriendo jugar sola o sentarse en silencio con sus muñecas. Pero después de tantos meses de tratamientos, casi enmudeció. Sus palabras eran escasas, y cuando hablaba, su voz sonaba apagada, como si cada sílaba le pesara. En casa, todos estábamos deshechos al verla así, aunque cada quien lo manejaba a su manera. Mamá, por ejemplo, empezó a pasar más tiempo en cama, miraba el techo o sostenía entre sus manos el osito de peluche que había sido el favorito de Ale cuando era más pequeña. La escuchaba llorar en la noche, pero nunca hablaba de ello al día siguiente, como si el silencio fuera su manera de protegernos.
A veces, cuando yo intentaba jugar con Alejandra o hacerla reír, notaba la sombra de una sonrisa, pero era apenas un destello, como si los recuerdos de los juegos pasados no alcanzaran a llenar el vacío que la enfermedad había dejado. Intentaba tratarla como antes, con bromas y apodos, pero sus ojos serios me devolvían a la realidad. Era como si, en cada mirada, ella supiera cosas que yo no podía entender, secretos tristes que la hacían parecer mucho mayor que sus pocos años. Pronto entendí que, aunque yo quería seguir siendo el hermano mayor protector, ya no sabía cómo acercarme a ella, porque Alejandra ya no era la misma.
Nada en casa volvió a ser como era. La alegría habitual fue reemplazada por una tensión constante, por una sensación de que algo se podía romper en cualquier momento. Nadie sabía qué decir. "Papá", que normalmente era quien lograba mantener el ambiente ligero y ser la voz de la razón, intentaba mantenerse siempre ocupado buscando cualquier cosa que reparar dentro de la casa, probablemente para no enfrentarse al hecho de que su pequeña niña estaba cambiando ante nuestros ojos.
En total, fueron tres años de visitas semanales que, en ocasiones, se convertían en hospitalizaciones prolongadas, ahora, la pequeña tiene seis años, y la mitad de su vida la ha pasado enferma, pero, de algún modo, aun en sus días más oscuros, Alejandra nunca dejó de luchar. Cada visita, cada pinchazo y cada sesión de quimioterapia la enfrentó con una valentía inesperada, una determinación que ninguno de nosotros comprendía del todo.
Hace poco más de un mes, la doctora nos dio la mejor noticia que habíamos escuchado en años: "El cáncer de Alejandra ya es casi inexistente", en ese momento, el tiempo pareció detenerse; mamá se llevó las manos a la boca, incapaz de contener las lágrimas, pero esta vez de alivio; "papá", con los ojos enrojecidos, la miraba sin palabras, y yo solo pude apretar la mano de Alejandra, como si temiera que de algún modo todo fuera un sueño.
Volvimos a casa en silencio, pero el ambiente era diferente, no existían palabras suficientes para expresar lo que sentíamos; cada uno procesaba la noticia a su manera. Esa noche, mientras Ale dormía, mamá se quedó un rato más en su habitación, acariciándole la cabeza y susurrándole en voz baja, era como si, al verla dormir, pudiera liberar finalmente todo el miedo que había contenido durante esos tres años.